Freddy Schreiber

Presenció la Kristallnacht en Viena, vio su mundo desvanecerse, conoció la esclavitud en Terezin y renació con una nueva voz en Venezuela.

Teníamos un molino… Todo pintado de azul…  El molinero, yo… La molinera, tú… ¡Ay, juventud!»… Aquellas palabras carecían de sentido para el joven Freddy, reclutado por pura camaradería por esos muchachos que ensayaban en la escuela Jesús María Sifontes, de Los Teques. «Ni español hablaba yo…», dice, pero la música le fue reconfortando en su nuevo país, tan distinto a la Austria del Anschlus donde había vivido las penurias de la guerra y el campo de Terezin donde trabajaba clasificando vidrios rotos y le dejaba las manos sanguinolentas.

Eran los años 50 y Venezuela atravesaba un momento de expansión económica y restricciones políticas:  mientras se inauguraba la Ciudad Universitaria, la dictadura ejecutaba una intervención parcial de algunas de sus facultades, lo que llevó al Orfeón de la UCV, dirigido por Antonio Estévez, a ensayar en la capital mirandina.  Y con la música como una puerta para la fraternidad, Freddy Schreiber fue adoptado como parte del coro y se hizo compañero de Morella Muñoz, Vinicio Adames y su hermana, Yolanda de Piñango, entre otros…

«No me di cuenta en ese momento, pero esos muchachos me hicieron creer en la humanidad en la gente. Esos muchachos que no conocía, que me aceptaron como si yo fuera uno más… Fueron esos jóvenes de Los Teques que me dieron la fe en la vida y en la gente…»

dice Freddy, mientras recordaba aquella canción del Orfeón que hablaba de los zapatitos  de lluvia  que calzaba una pordiosera, que le evocaban aquellos días de degradación que tuvo… De aquel sufrimiento que tuvo… De aquel sufrimiento moral que recuerda…

Se iba a llamar Moshe, pero en la Austria de entonces un nombre con tanta resonancia judía parecía inadecuado, por lo que decidieron ponerle Manfred aquel 25 de marzo de 1932, cuando nació en Ottakrink, el distrito 16 de Viena. Pero, el Manfred tampoco vino para quedarse –excepción hecha en sus papeles de identidad– porque pronto todo el mundo lo conoció como Freddy.

«Soy el tercero de cuatro hermanos. Éramos una familia judía, observante, pero sin ser muy estrictos, porque mi papá, que luchó en la I Guerra Mundial y tenía sus  medallas,   se  consideraba primero austríaco y luego judío».

Jugar al fútbol, ir a la escuela, hablar con los amigos, saludos a los vecinos, comer estrúdel  en las pastelerías,  aprenderse las fiestas patrias formaron parte de la vida de Freddy, hasta que el 12 de  marzo  de  1938 sobrevino  el Anschluss, la unión con la Alemania  nazi, y a  los pocos  días los Schreiber ya no fueron considerados más compatriotas de los otros austríacos,  como tampoco ningún otro vienés que proviniera  de la estirpe de Jacob.

«El 12 entró Hitler en Austria y los austríacos lo recibieron con todos los honores. No hubo ninguna resistencia,  sino que todo el mundo estaba en la Rinkstrasse. Cuando mi papá y yo nos acercamos, había miles de miles de personas y no sabíamos qué nos estaba esperando. Para todos esos niños que jugaban fútbol en la calle conmigo pasé a ser el judío sucio, el judío cochino…»,

recuerda con dolor.

Pasaron unos meses y la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938, la calle se llenó de ruido, humo y ruido de vidrieras rotas:

A mí papá se lo llevaron preso, primero a la estación de policía y luego a Dachau, donde permaneció de ocho a diez días. A mi hermana Elfrieda, de dieciséis, la pusieron a limpiar las calles: ella tenía un cubo donde echaba el agua que recogía con un trapo. Cuando ya había terminado, vino uno y tumbó el cubo con una patada y tuvo que comenzar de nuevo…  Eso pasó frente a nuestra casa.

Ya para el año 1939 comenzaron las familias judías a despedirse de sus hijos, muchos de los cuales fueron llevados a Inglaterra o a Francia en los llamados kindertransport, organizado por la señora Rothschild. En ellos, Elfrieda y Kurt, de catorce años, se pusieron a salvo. Los Schreiber entonces se quedaron con Freddy y con Hans, que apenas tenía un año.

Las leyes antijudías del III Reich implicaban la arianización de la economía, por lo que el padre de Freddy perdió sus negocios de ventas de vajillas y de estufas a carbón. Al poco tiempo, los sacaron de su apartamento y lo enviaron a un sector de la ciudad cercano al Stadttempel, la sinagoga vecina del Judengasse o callejón de los judíos,  a la sazón el gueto en la capital del vals.

Salir a la calle era toda una osadía. Una vez a la salida del colegio judío Freddy, al que iba a pie porque no estaba permitido el uso del transporte público, un grupo de la Juventud Hitleriana que tenían unos cuchillos. A veces a los judíos les tiraban piedras o nieve…

A pesar de las penurias de la guerra y las restricciones contra  los judíos, el pequeño Freddy hallaba en aquella Viena de Franz Schubert y su Bella molinera algo de solaz en la vocalización en el coro de  la sinagoga: «Me  gustaba mucho el  canto, porque mi  hermana  tocaba muy bien el piano; mientras ella vivió con nosotros ella tocaba… En  nuestra   casa  había mucha música y cuando fui a la sinagoga me enteré de que había un coro de niños y me apunté a ese kinderchord,  mixto con adultos, para interpretar el Aleluya, el Lejá dodí, aún en la Viena de los nazis

La situación de los judíos vieneses se iba complicando día a día. Por los días de Rosh Hashaná de 1942 vinieron los SS a la Judengasse.

Freddy los vio y se asustó…  Tenía razón: venían para llevarse a toda la familia –papá, mamá, el pequeño Hans y él– para internalos en una escuela, donde quedaron hasta el 1.° de octubre.  A su abuela y un tío los soldados se los llevaron y nunca más supieron de ellos.

En la madrugada de esos días los llevaron al Aspank Bahnhoff, una estación de trenes escondida desde donde discretamente expulsaban a los judíos de la ciudad, para no alarmar los pocos escrúpulos que aún quedaban vivos por ahí. Los metieron en un vagón de ganado, con otros 32 más, y llegaron en la tarde del 2 de octubre a Bauschowitz, en la antigua Checoslovaquia, a tres kilómetros del campo de Terezin, su nuevo hogar para los próximos tres años.

Ese día, la muerte, que a partir de ese momento  sería tan común para él, le tocó de cerca:

«Los trenes no llegaban al campo y tuvimos  que caminar. Nos bajamos por una rampa de y mi hermanito chiquito empezó a gritar, asustado por los ladridos de los perros. Mi papá bajó primero y mi mamá después, despacio. Cuando ella llegó abajo con Hans en llanto, vino un SS y se lo arrancó del brazo y nunca más lo volvimos a ver».

El trauma de ese momento hizo que su madre borrara de su mente a su hermanito… Nunca más volvió a hablar de él.

Con el dolor en el alma, la familia llevaba cada uno una maleta, que luego les quitaron al llegar a Terezin:

«A mi papa lo pusieron a vivir en la Magdeburger Kaserne. A mi mamá y a mí en la L218 (Langstrasse). Allí dormíamos en el piso sobre colchones de saco y paja, uno al lado del otro.  Una semana después me separaron de ella también y me pusieron en el L414, donde vivían los jóvenes de habla alemana, al lado de una iglesia».

Dormía en una litera y a los diez años lo hicieron trabajar en una construcción donde tenía que seleccionar vidrio roto, primero, por tamaño y, luego, por colores.

«Recuerdo que me cortaba mucho los dedos con el vidrio y los tenía ensangrentados. Durante años soñé que tenía las manos ensangrentadas».

Entonces, no se llamaba ni Moshe, ni Manfred ni Freddy, sino simplemente el 1237.

Cuatro oficios más le asignaron: en una carpintería cargando tablas; en una finca cuidando cerdos; en un laboratorio dental, de ayudantes de un dentista, y finalmente en el crematorio.

«Allí conocí a Dorit, la madre de los Osers. Trabajábamos afuera cargando cajas de cartón y veíamos los huesos…  Cuando se acabó la capacidad del sitio, llevábamos las urnas al río Oder, que lindaba con Terezin».

Freddy recuerda con esa mirada ausente ya de dolor por el tiempo o por haber llorado demasiado, que entre los muertos y las listas de nombres buscaba el de Hans, su hermano.

A la cuadrilla junto a Dorit se unió su amigo Rudolph Gelberd.

«Él vivía conmigo en el cuarto L414 y su nombre me trae recuerdos de las raciones de comida tan escasas que nos daban…  Tenía mucha hambre y él tenía un pan mohoso… Lo pusimos sobre la estufa y nos lo comimos… Ahí nació nuestra amistad».

Durante su estadía en Terezin la ración de alimentos era más que pobre: 400 gramos de pan para tres días, un meñique de margarina, pasta de hígado enlatada y una sopa de lentejas  que parecía agua sucia.

Terezin era un campo de tránsito hacia otros peores, pero había la creencia de que quienes inauguraban un nuevo sitio de reclusión –por decirlo de alguna forma– obtenían las mejores casas y tenían prebendas, como sucedió allí. La gente especulaba y especulaba, casi siempre sin base alguna. Así bien, un día un amigo de Freddy, Harry Goldberg, le dice que él y su mamá habían sido seleccionados para ir a Auschwitz.

«Él estaba muy orgulloso, porque eso significaría que obtendrían mejor vivienda…».

No es difícil imaginarse que aquella noticia causó hasta envidia entre los prisioneros.

Pero, esta duró poco: con el avance soviético en el este, los alemanes comenzaron a vaciar aquella fábrica de muerte en Polonia: «En diciembre de 1944 y principios del 1945 llegaron los primeros transportes de Auschwitz a Terezin. Fue la primera vez que nos enteramos de que había cámaras de gas».

La llegada de los prisioneros desató una epidemia de tifus… y de desesperanza…

Durante todo ese tiempo, Freddy no sabía de sus padres, a no ser porque de vez en cuando los veía de lejos…  Cada uno por su lado…  Cada uno con sus penas… Su madre, por ejemplo, estuvo presa quince días porque se hizo de la vista gorda cuando una mujer  se llevaba  unas papas de la cocina donde trabajaba y, que al ser descubierta,  dijo que la señora Schreiber sabía de la situación.

Un día, las buenas noticias llegaron, pero no como todo el mundo supondría:

«El 7 de mayo no nos vinieron a buscar en el trabajo y no sabíamos qué había pasado. El 8 vi el primer tanque ruso en Terezin. Yo quería saber dónde estaban mis padres y veo a un conocido y me dice que ellos me estaban esperando en la barraca Q604. Nos reunimos, pero los rusos no nos dejaron salir del campo, sino hasta mediados de junio, por miedo al tifus».

Volver a Viena no significó recorrer la casa materna ni recuperar la vida de antes. Una de las primeras cosas que hicieron fue ir al viejo barrio donde habían vivido antes de la guerra. Allí se encontraron con una vecina a la que le habían dado las joyas de la familia para que las cuidara… No obstante, aquella mujer solo devolvió una parte de lo consignado.

Debido a que la casa del distrito Ottakrink quedó confiscada y no les devolvieron nada.

«Una prima, sobrina de mi papá, se había quedado escondida en Viena y, ya que su esposo era partisano checo contra los nazis, tras el fin de la guerra se fue a Checoslovaquia con él. Nos fuimos a su casa, mientras volvía, y eso nos daba inseguridad».

Un día, camino al cine, Freddy se topa con Sasha, un soldado ruso que había conocido en los días de su liberación en Terezin. Hablando en lo poco de ruso que había aprendido allí, le explicó la situación a Sasha, quien se condolió con él y, en consecuencia, le dio de comer en el cuartel del ejército rojo, ocupante de Austria y le indicó que su mamá se presentara ante la Oficina de Vivienda para darle un lugar donde vivir.

«En ese entonces, los austríacos les tenían mucho miedo a los soviéticos. Mi mamá fue a la Wohnungamt sin hacer las enormes colas que allí había y Sasha nos consiguió dónde vivir, en la Taborstrasse 85, donde ella escogió un apartamento espacioso para nosotros».

La guerra había terminado, pero no el antisemitismo… Viena estaba llena  de simpatizantes del  nazismo que  solo aguardaban  que los soviéticos   se fueran para no se sabía qué cosa…  Así que los judíos que volvieron tenían necesidad de salir…

Al otro lado del océano un mundo menos refinado, pero ajeno al terror de la II Guerra Mundial existía.  Los Schreiber supieron de una tía que había emigrado a Venezuela junto a su esposo, debido a que Félix e Hilda Zilzer, que habían llegado al país con los barcos de la Esperanza, los estaban ayudando.

La tía de Freddy, Bertha Weiss, y su esposo se estaban encargando de un hotel en Los Teques, el Park, que era una quinta enorme perteneciente a un militar casado con una de las hijas del general Juan Vicente Gómez. La tía les estaba ofreciendo un trabajo y un lugar donde dormir en un apartamento en los Altos Mirandinos.

El 11 de diciembre de 1949 zarparon en un barco italiano llamado Urso di Mare y llegaron a La Guaira el 2 de enero de 1950. Entonces, Freddy conoció el mar Caribe y entendió por qué los venezolanos se hacen llamar hermanos de la espuma y del sol.

Así que un día, sin mucho que hacer y sin conocidos, oyó el Orfeón y atraído por la música conoció gente que lo llamaba por su nombre y que, a pesar de no tener una educación formal, le dieron un lugar en el coro universitario patrimonio nacional, llamándolo simplemente Freddy, como le gusta.

Con el tiempo, se casó dos veces y tuvo cinco hijos venezolanos, a lo que les heredó su amor por este país y por la música. Uno de ellos, Jackie Schreiber ha merecido el Premio Nacional de Composición en dos ocasiones en distintos géneros musicales, con una destacada carrera en el jazz, que le valió un reconocimiento en Estados Unidos.

Ya entrado en años, una vez se encontró con su compañero de Terezin, Rudolph Gelberd, quien terminó trabajando para Simón Wiesenthal, el famoso cazador de nazis. En esa oportunidad, él le dio una lección que siempre ha atesorado en su mente:

«Me lo dijo directamente:” Tú debes perdonar, pero no olvidar. No puedes vivir toda tu vida con un rencor, ni odio, porque te vas a comer a ti mismo, pero no olvidar”»

y así lo ha hecho.

A sus ya 91 años, es uno de los sobrevivientes del Holocausto que siempre está presente, con su testimonio y su sonrisa, en cada acto de conmemoración realizado en Caracas, como un canto humilde a la vida: la suya y la de los que no la pudieron  conservar durante los días absurdos de la Shoá.