La historia de cómo Zygmund sobrevivió a la Shoá es uno de los capítulos más sorprendentes de la terrible historia que vivieron los judíos durante la segunda guerra mundial. Él es uno de de aquellos que conformaron la lista de Oskar Schindler, un alemán nazi que, sin que medie ninguna explicación, salvó a 1.300 judíos de morir en los campos de exterminio.
Zygmund era un joven de unos dieciocho años cuando la guerra se esparcía por Europa. Él era técnico dental en su natal Niepolomice, una villa en las cercanías de Cracovia, Polonia. Pero sus sueños de ir a la universidad y ser odontólogo nunca se concretaron; al contrario la vida le condujo por otros rumbos: manejó maquinaria en una fábrica que producía materiales para la guerra, actividad que le salvaría de morir víctima de ese mismo conflicto que convertiría a su madre y sus hermanos en meros nombres en un monumento recordatorio.
El padre de Zygmund había muerto cuando él tenía cinco años, dejando sola a su madre, una hermana dos años mayor que él y un hermano menor. Así que en 1939 Zygmund y su familia, ante la amenaza nazi, evaluaron el mapa y decidieron -como miles de familias- que la opción era partir hacia Rusia.
DORMIR Y CAMINAR
Al principio del duro recorrido viajaban en carros con caballos, pero con el paso de los días, las grandes caravanas y continuaron a pie. El miedo les guiaba y les daba fuerza para continuar. La comida comenzó a faltar porque la cantidad de personas arrasaban toda la comida a su paso. Durante un tiempo se alimentaron de las remolachas de las que se extrae el azúcar en tierras polacas.
Zygmund recuerda:
“Caminábamos y dormíamos a la vez por el pánico que inspiraban los alemanes que bombardeaban las carreteras”.
Pero el viaje fue en vano, porque después de recorrer unos 400 kilómetros. los nazis habían superado la posición que ellos tenían, así que se vieron obligados a regresar a Cracovia.
A su retorno descubrieron con alegría que su casa aún estaba intacta. Regresaron a sus actividades normales, y durante un tiempo no experimentaron mayores cambios. Pero los alemanes estaban organizando su plan de acción, así que los edictos y normas que cambiarían la vida Zygmund para siempre no tardarían en llegar.
El primer decreto llegó en 1941 cuando los judíos fueron obligados a portar una banda en el brazo derecho con la estrella de David. La sanción por el incumplimiento de esta norma era la cárcel y, según relata Zygmund, en algunos casos hasta la muerte. Los tiempos se hicieron más duros, más para aquellos judíos cuyo aspecto revelaba su origen semita. Zygmund recuerda que ese era su caso:
“Eso [la nariz aguileña semita] tenía una ventaja para ellos porque facilitaba que nos reconocieran… a veces uno estaba en la calle trabajando y venía una camioneta y nos llevaban a hacer trabajo forzado en las minas de carbón, cortando leña, paleando nieve. Eso era durante el día y después nos soltaban, pero nos maltrataban con insultos y latigazos”.
REGULANDO HASTA LA LIBERTAD
En 1941 se formó el gueto de Cracovia, en el distrito de Podgorze que se levantó allí. Con esta construcción llegaron más edictos: los judíos que no vivieran en el gueto, estaban obligados a mudarse a unos 40 kilómetros fuera del perímetro de la ciudad. Así que Zygmund y su familia se trasladaron a un poblado cercano en el campo, alquilaron dos habitaciones e iban y venían de Cracovia. Zygmund seguía haciendo sus trabajos para médicos gentiles y asegura que aún la vida era soportable.
Durante la estancia de los Rotter en el campo, el apartamento de su familia fue confiscado y más leyes se sumaron a las anteriores para limitar aun más las escasas libertades de la población judía. Los obligaron a regresar a Cracovia para vivir en el gueto. Cuando llegaron allí, descubrieron que habían sido asignadas de seis a ocho familias por casa, así que sólo mudaron las pertenencias esenciales y las demás quedaron tiradas en la calle.
En el gueto las familias fueron reunidas y separadas en dos filas, niños y jóvenes de un lado y personas aptas para trabajar en la otra. Al menos en esa ocasión la familia de Zygmund tuvo suerte y todos fueron asignados para trabajar. Al principio todos desempeñaban una misma labor, pero pronto las cosas cambiaron y mujeres y hombres fueron dispuestos para labores diferentes.
Pero Zygmund recuerda:
“Un día los alemanes ordenaron a la gente que se reuniera en la plaza llamada Apelplatz, volvieron a colocar las dos filas, pero se veía que algo estaba pasando, había oficiales nazis con ametralladoras, y perros”.
Esta vez a su familia la asignaron a la otra fila; estaban desesperados, pero no se podía cambiar de lugar porque lo nazis soltaban a los perros o le disparaban a cualquiera que rompiera la formación. Ante su impotencia, los alemanes se llevaron a su madre y sus hermanos. Esa fue la última vez en su vida que Zygmund los vio.
Al grupo de Zygmund le dijeron que lo llevarían a Alemania a trabajar en zonas agrícolas y, él pensó, en su ingenuidad, que eso no parecía tan malo. Sin embargo, fue trasladado al campo de trabajos forzados de Rakowice a unos dos kilómetros de Cracovia. Era el comienzo de 1943 y los alemanes habían decidido liquidar el gueto. Más de dos mil judíos murieron en el proceso. Pocos días después Zygmund comprendió también que su familia había acabado en las cámaras de gas.
SI DE HERREROS SE TRATA…
Hoy Zygmund recuerda con claridad cómo se desarrolló el episodio que lo salvó de morir: en una ocasión los nazis vinieron al campo y los mil trabajadores que estaban en ese campo fueron convocados. Cuando estaban todos presentes les informaron que necesitaban veinte herreros, todos estaban atemorizados ante la propuesta.
Zygmund relata:
“No sabíamos qué hacer porque en aquellos días ellos estaban siempre buscando una excusa para matar. Nosotros ignorábamos si ese llamado era bueno o malo, si nos ayudaría o no a sobrevivir. Estábamos preparados para morir en cualquier momento, nos habíamos resignado. Pero por intuición un amigo mío -que hoy vive en Colombia- llamado Samuel Kopec y yo dimos un paso adelante. Unos cincuenta más también lo hicieron, todos tan buenos herreros como yo, que no tenían idea de qué se hacía en una herrería”.
El resto de los trabajadores fueron regresados a las barracas, aunque su destino final fue la deportación al campo de exterminio de Mauthausen; de ellos muy pocos sobrevivieron.
Ese paso que dieron Zygmund y Kopec significó para ellos y los demás voluntarios una oportunidad que muy pocos judíos tuvieron durante la guerra: la opción de salvarse. Así el grupo de “herreros” fue transportado en camiones y Zygmund recuerda que pensó: “Caramba, parece que no nos van a matar, nos dijeron que íbamos a trabajar en la fábrica de un hombre llamado Oskar Schindler”.
Una vez que llegaron, Zygmund fue entrevistado por un empleado polaco que lo interrogó sobre sus conocimientos, él le dijo: “Mire yo la verdad no sé hacer nada, pero si usted me enseña puedo aprender. El hombre era muy comprensivo y me dijo “vamos a ver””.
La fábrica de Schindler tenía dos partes: una producía ollas esmaltadas y la otra hacía artefactos militares. Zygmund cuenta que al principio hacía cosas pequeñas y más tarde le asignaron una máquina hidráulica que producía encendedores para granada. Aprendió rápidamente hasta que lo asignaron a un puesto de mayor importancia y fue considerado como profesional.
Zygmund recuerda que al principio la vida en la fábrica no era tan fácil, no les daban mucha comida y vivían en barracas, pero las cosas fueron mejorando, se construyeron mejores viviendas y Schindler les prohibió a los guardias de la SS las inspecciones de rutina. Incluso despidió a todo su personal polaco y se quedó sólo con judíos.
En los primeros tiempos pensaban que Schindler era un nazi más que tenía mano de obra esclava. Pero Zygmund asegura que él fue cambiando, según cree, bajo la influencia de su administrador, Itszak Stern, quien lo indujo a un camino para salvar a los judíos.
Zygmund relata:
“Nosotros no supimos de las actividades de Schindler hasta que un día nos dimos cuenta de que fumaba mucho y llegaba a la salas donde nosotros estábamos trabajando y botaba los cigarros en el piso, porque no nos los podía dar directamente. Pero nosotros podíamos cambiar los cigarros por comida, porque eran una cosa muy preciada”.
Poco a poco los trabajadores de Schindler se dieron cuenta de que él hacia negocios con los nazis para evitar que los lastimaran y que invertía en el mercado negro para pagar sobornos a la SS que hicieron que la vida sus trabajadores fuera soportable.
Pasado el tiempo los rusos comenzaron a ganar terreno y se le ordenó a Schindler mudar la fábrica a un lugar más seguro y disminuir su fuerza laboral. Así que Zygmund y los demás trabajadores se encargaron de montar la maquinaría en ferrocarriles para mudarla a Brunnlitz en Checoslovaquia, un lugar cercano al pueblo natal de aquel filántropo camuflado.
DOS SEMANAS Y TRES DÍAS DE HORROR
Mientras la fábrica se instalaba en Brunnlitz, Schindler logró negociar con los oficiales nazis que sólo 300 de sus trabajadores fueran con él, Zygmund fue seleccionado nuevamente, esta vez por su categoría de profesional. Pero antes de hacer el viaje tuvo que vivir dos terribles semanas en el campo de Plaszow.
Aún recuerda los horrores que presenciaron en ese campo: El jefe del campo era Amon Goeth, un hombre sanguinario que mató a muchos judíos allí. A veces él salía a la terraza de su villa en lo alto del campo y, cuando no se levantaba de humor, contemplaba a los judíos que estaban trabajando, si veía algo que no le gustaba les disparaba y los mataba como conejos”, escena que se refleja tal cual en la película La lista de Schindler, de Steven Spielberg.
En Plaszow los trabajadores de Schindler eran obligados a hacer trabajos inútiles: a mover piedras de un lugar a otro para regresarlas luego al punto de partida. Finalmente serían trasladados nuevamente a la fábrica y Schindler logró que incluir a más trabajadores en su lista.
En octubre de 1944 se inició el viaje hacia la fábrica, pero en el camino Zygmund y los demás fueron dejados, sin razón alguna, en el campo de exterminio de Großrosen. Allí lo desvistieron, afeitaron y los condujeron a las duchas de desinfección. Aterrorizados e impotentes el grupo entró al lugar a la espera de una muerte segura, pero para su sorpresa de las duchas salió agua y todos se sintieron esperanzados.
Zygmund narra que pasaron tres días con los uniformes a rayas, viviendo en barracas donde había demasiadas personas y la única forma de dormir era si cada hombre colocaba sus piernas recogidas en frente de sí y luego se recostaba. Al tercer día, una vez más, Schindler llegó para salvarlos y viajaron finalmente a la fábrica.
UN FINAL DE PELÍCULA
Una vez en Brunnlitz la tocaba a su fin. Zygmund y los demás vieron cómo los alemanes emprendían la retirada por las carreteras cercanas a la fábrica. Zygmund relata: “Un día Schindler puso unos altoparlantes en la salas de máquinas y oímos personalmente cuando Churchill estaba hablando de la rendición incondicional de Alemania. Contrariamente a lo que todo el mundo cree, no hubo euforia”. Para aquellos que están cansandos de sufrir y de tener vanas esperanzas, una noticia como aquella sólo producía cautela, mucha cautela.
Schindler preparó sus cosas para partir pero antes, cuenta Zygmund, sus trabajadores le dieron algo muy especial: “Un anillo hecho con el oro que tenía uno de nuestros compañero; dentro tenía una inscripción del Talmud, que decía “el que salva una vida, salva la humanidad”. Además le hicimos dos certificados. uno en inglés y uno en hebreo, donde se explicaba lo que él había hecho por nosotros: nuestra salvación”.
LA VIDA DESPUÉS DE SCHINDLER
Así fue como Schindler salió de la vida de Zygmund. Él explica que después de la guerra, se las arregló para viajar a París con un primo. Allí conoció a quien sería su esposa, Anna. Vivieron un tiempo en Francia y luego la pareja decidió emigrar a Venezuela. Llegaron durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez quien no estaba aceptando judíos, por lo que Zygmund y su esposa se hicieron pasar por católicos.
Al principio de su vida en Venezuela trabajó en un consultorio odontológico. Con el tiempo logró abrir una fábrica de ropa interior que al cabo de los años se hizo muy exitosa.
En el año 1993 con el estreno de la película de Spielberg, Zygmund revivió su experiencia y descubrió que aún tenía heridas abiertas. Aunque no lleva en el brazo un número, como sí lo tienen sus compañeros de desgracia, él se sabe que fue el 610 en una lista lo que permitió vivir después del horror, respirar después del genocidio, sonreír a pesar de todo.