Muy joven para entender la guerra, Klara Horenkrig de Slimak tenía 13 años cuando los alemanes invadieron Polonia. De allí en adelante su vida fue un infierno, el cual nos lo relata en este testimonio de vida.
Muy joven para entender la guerra, Klara Horenkrig de Slimak tenía 13 años cuando los alemanes invadieron Polonia. De allí en adelante su vida fue un infierno, el cual nos lo relata en este testimonio de vida.
Mi primera infancia transcurrió tranquila en la ciudad polaca de Stolpce en la frontera con Rusia. Había nacido el 25 de diciembre de 1926 y mis padres, Daniel Horenkrig y Henka Horenkrig -a quien todos llamaban cariñosamente Gueña- eran tradicionalistas, por lo que mi hermana Musia y yo fuimos al colegio judío sionista llamado Tarbut que quedaba en nuestra ciudad. En la escuela aprendimos religión, pero especialmente el hebreo, pues todas las clases eran en ese idioma. Musia y yo hicimos allí la primaria, pero ya para la secundaria se habían dispuesto los númerus clausus por lo que sólo cinco judíos podían entrar en el bachillerato de Stolpce, yo logré quedar entre ellos, pero mi hermana fue a Varsovia.
Mis recuerdos de la infancia antes de la guerra incluyen la preciosa estación de tren por donde pasaba el ferrocarril que hacia la ruta París- Berlín-Varsovia-Stolpce-Moscú.
También viene a mi mente lo bueno que era mi papá. Él era representante de varias fábricas de Varsovia que llevaban mercancía al Stolpce y regresaban a la capital polaca llevando queso, mantequilla y huevos para los grandes cafés de la ciudad. No puedo olvidar lo apuesto que se veía papá con sus trajes elegantes, atuendo que siempre provocó la envidia de mis amigas. Pero la buena fama de papá era más bien por su afán de ayudar a las personas: les tendía la mano a quienes emigraban y los llevaba a embarcar; una vez que llegaron los rusos iba a la estación para llevarles comida a los prisioneros que transportaban en tren a Siberia. Solía decir que hacía muchas mitzvot y por ello Di-os lo recompensaría. Mi mamá era más bien una mujer tranquila que no le gustaba salir mucho y aún así trabajaba para la Keren Kayemet LeIsrael (Fondo agrícola para la reforestación de Israel).
Durante mi infancia no noté los vientos de guerra que se avecinaban, ni el antisemitismo, aunque cuando yo tenía ocho años se implantaron los númerus clausus. El privilegio de haber quedado en el segundo año de la secundaria, gracias a mis buenas calificaciones, no duraría mucho, pues la guerra llegó inevitable el 1° de septiembre de 1939 y no pude hacer la secundaria. La vida que mi familia y yo habíamos llevado hasta ese momento se trocaría para siempre y nunca volvería a ser la misma persona.
TODO POR UN RELOJ
Los alemanes y los rusos se repartieron Polonia a la mitad y nuestra ciudad quedó en manos de los últimos. Nos arrebataron nuestro hogar para hacer la comandancia. Nuestra casa tenía pisos de parquet, cortinas hechas a mano y bonitos muebles, por lo que los rusos dijeron que éramos ricos y no necesitábamos una casa tan grande, así que nos dieron un cuarto con otra familia. A pesar de todo, en este tiempo pudimos seguir estudiando y no hubo persecución contra los judíos, aunque ya no había sinagogas ni colegios judíos, pues los había convertido en oficinas, cines y teatros.
Los rusos venían de una vida comunista de muchas carencias. Una muestra de ello era que usaban nuestras dormilonas como vestidos de fiesta y eran capaces de dar cualquier cosa por un reloj. Al parecer para ellos era una prenda muy valiosa, pues para ellos parecía lo más importante.
UN MILAGRO TRAS OTRO
La vida continuó igual hasta un domingo de septiembre cuando los alemanes, para sorpresa de todos, rompieron el trato que tenían con los rusos e invadieron la Unión Soviética. Ese día recuerdo que esperábamos a la familia de mi mamá, pero ellos nunca llegaron y yo, sin darme cuenta de lo que venía, deseaba que la guerra se hubiera retrasado un día más para poder ver a la familia.
Mucha de la gente de Stolpce optó por adentrarse a pie en la Unión Soviética, pero nosotros nos quedamos porque el jefe ruso de papá no nos dejó ir. Nosotros decidimos pasar unos días en casa de unos amigos en el centro de la ciudad, ya que se esperaba que los alemanes llegarían por el lado del río y allí cerca estaba nuestro hogar. Así fue. El viernes de esa semana, apenas papá salió para el trabajo comenzó un tiroteo que duró hasta la tarde: toda la ciudad estaba en llamas y ya casi llegaban a nuestra casa junto con los alemanes que se veían correr por las calles.
Dejamos la casa y corrimos al río que papá tenía que cruzar para ir al trabajo, temíamos que le hubiera pasado algo. Cuando llegamos el panorama era indescriptible: muertos, quemados, heridos, gritos y lamentos y en medio de todo aquello estaba papá, sano y salvo. En la tarde las cosas se calmaron, pero la gente lloraba a sus muertos y casi todos eran judíos porque en esa zona estaban los colegios y sinagogas.
No sabíamos adónde ir; la ciudad estaba en llamas y ya no teníamos nuestra casa. Al final unos amigos que vivían al otro lado de la ciudad nos acogieron. La casa era grande y en el jardín había una más pequeña con dos habitaciones, baño y cocina, y allí nos albergaron.
El domingo hubo nuevos tiroteos y ya nadie sabía si lo mejor era correr o quedarse en la casas a pesar de las granadas. Optamos por quedarnos. De pronto se oyeron tiros en el jardín y los gritos de una de las señoras que vivían en la parte delantera de la casa; ella gritaba que le habían matado a su padre y al esposo. Cuando mamá abrió la puerta, un alemán la empujó hacia adentro. Cuando las cosas se calmaron y salimos al patio estaban los dos cuerpos sin vida, tal vez el alemán había dejado
con vida a la señora para que sufriera la pérdida de sus familiares.
Con el paso de los días se creó un comité judío llamado Judenrat que contaba con un presidente y policías. Pasó el tiempo y llegó el día en que los alemanes nos ordenaron que usáramos en la solapa un Maguén David (estrella de David) amarillo; todos lo hicimos, pues vimos que quien no lo hacía era asesinado.
Nos prohibieron caminar en las aceras y a cada uno le dieron un carné de trabajo con un número de identificación. Todas las mañanas nos presentábamos en la plaza y desde allí los alemanes nos llevaban a hacer trabajos como limpiar los rieles, barrer las calles y pelar papas.
Una tarde, después de volver del trabajo, llamaron del Jundenrat para que nos presentáramos nuevamente en la plaza. Mi papá fue a la oficina del presidente del consejo judío -quien vivía en la misma casa que nosotros, pero en la que daba a la calle- y le preguntó qué pasaba; él no le explicó la razón del llamado, pero no le gustó la expresión de su cara. Así que papá decidió que ese día no iríamos de ninguna manera.
Casi todos habían asistido y una vez en la plaza comenzaron a llamar a las personas en grupos de a cinco y por sus números, cuando ya tenían cincuenta los llevaron al cementerio donde había otros judíos cavando
fosas. Para el horror de todos, los fusilaron al punto que uno de los que estaba cavando tuvo que presenciar la muerte de su esposa.
UN GUETO CADA VEZ MÁS PEQUEÑO
A principios de 1942 crearon el gueto. Colocaron alambre de púas a unas pocas calles y nos metieron dentro como ganado, allí ya no teníamos contacto con los polacos que a veces nos vendían o regalaban algo de comida. Logramos construir una casa con la madera que nos regaló el alemán dueño del aserradero donde trabajaba papá. El lugar no era muy grande: dos o tres calles muy vigiladas por los alemanes.
Una vez al día los alemanes nos daban una sopa con un trozo de pan. En las mañanas en la entrada del gueto formábamos una fila y de allí nos llevaban a a trabajar. Ésa era nuestra vida.
Llegaban rumores de que en otras ciudades los jóvenes judíos oponían resistencia. La juventud de Stolpce comenzó a prepararse. Al regresar del trabajo, en los sacos con leñas o con papas, los muchachos traían armas y municiones que les compraban a los polacos. Los alemanes no tardaron en saber lo que ocurría en otras ciudades, así que mandaron a la mitad de los jóvenes a hacer trabajos forzados a Baranowicz y a la otra mitad a Minsk. Los muchachos consideraban que había llegado la hora de actuar, pero los padres les rogaron que no lo hicieran y así se fue nuestra juventud y quedamos cada vez menos.
Al día siguiente del Yom Kipur de 1942, el gueto amaneció rodeado por alemanes. La gente se sintió tan confundida que muchos se lanzaron debajo de la alambrada y fueron fusilados allí mismo. Antes ese escenario, papá decidió que todos haríamos filas para ir a trabajar. Yo no lo hacía, pero el jefe de mi padre me había conseguido un permiso de trabajo por si era necesario en algún momento. La suerte fue que acorralaron el gueto en la madrugada, porque si hubiera sido en el día tal vez mi madre y yo no habríamos ido al trabajo y nos habrían matado. En la mañana llegó el jefe del aserradero y nos llevó al trabajo. Una hora más tarde comenzamos a ver cómo llevaban a nuestra gente en camiones, uno tras otro trasportaba a los niños y ancianos y a quienes no se les permitió salir al trabajo. Sus gritos pidiendo ayuda nos destrozaban el corazón porque cada uno de nosotros había dejado un ser querido en el
gueto. Ese día masacraron a cerca de cinco mil personas.
Aquel día, después del trabajo, no nos llevaron al gueto, sino al cuartel, donde dormimos en el piso una semana mientras buscaban a todas las personas que habían quedado escondidas en el gueto. Los polacos del otro lado de la calle indicaban de cuál casa no habían salido todos. Una vez que los juntaron, los llevaron a la cárcel y de allí a las fosas para fusilarlos.
Al volver al gueto éramos cada vez menos, pues habían asesinado a todo el Jundenrat y los alemanes estaban formando uno nuevo. Nombraron a mi padre como presidente del la nueva organización, pero él se negó, así que lo llevaron a la cárcel para matarlo.
Papá se salvó de milagro gracias a la intervención de su jefe. El gueto casi desapareció, pues quedó una sola calle adonde nos metieron a todos como arenques. Los polacos saquearon las casas donde vivíamos antes.
Al poco tiempo hubo otra acción en la que los alemanes efectuaron más matanzas: conducían a los judíos al cementerio y les pasaban una sola ráfaga de disparos para ahorrar municiones, si alguien había quedado vivo igual lo enterraban y moría asfixiado. Ya no quedaban ancianos ni niños. Esa mañana formamos filas como siempre a la puerta del gueto a unos los dejaron salir y a otros los obligaron a quedarse para morir. En la tarde de vuelta sólo éramos 300 personas y comenzamos a pensar en escapar, pero no sabíamos cómo ni cuándo.
Mi hermana Musia y yo trabajábamos en el aserradero, pero un día unos jóvenes alemanes de nuestra edad nos llevaron para que limpiáramos sus oficinas. Ellos nos contaron que la guerra pronto terminaría, que los alemanes estaban retrocediendo y que ellos habían oído que en los bosques había guerrilleros rusos. Contaron que esa noche los alemanes iban a liquidar lo que quedaba del gueto y que nos recomendaban escapar. Volvimos y les contamos a nuestros padres lo que sabíamos y así tomamos la decisión.
Así, el 27 de diciembre de 1942, a 20 grados bajo cero, a las 12 de la noche, rompimos los alambres de púas y las tablas de madera y uno a uno comenzamos a salir. 30 personas escapamos esa noche. Había un vigilante en un torre, pero hasta que estuvimos lejos no oímos disparos.
APRENDIENDO A LUCHAR EN EL BOSQUE
Para llegar al bosque era necesario cruzar el río. Aunque estaba congelado había partes en el centro que no lo estaban. El primero que entró cayó al agua y mi mamá y otras personas tuvieron que rescatarlo. Al final encontramos una parte que estaba totalmente congelada y “Ahí yo era combatiente y tenía mi propio fusil. Como era una unidad de combate, no faltaba la comida, allí reviví”
logramos llegar al bosque con la esperanza de encontrar a los guerrilleros o mejor aun a los judíos que habían escapado de otras ciudades antes que nosotros.
Pasaban los días y no encontrábamos a nadie. Era un invierno muy fuerte y ya casi no teníamos qué comer de lo poco que habíamos llevado con nosotros, así que 15 de las 30 personas que habían escapado decidieron volver al gueto para morir allí.
Con tanta hambre optamos por ir a un pueblo a pedir comida. Los polacos nos contaron que en el bosque había judíos armados, pero que como era invierno no se los veía, pues vivían bajo tierra en cuevas. Después de unos días dimos con ellos y nos dieron albergue. Así vivimos muy apretados en cuevas pequeñas hasta que llegó la primavera y pudimos salir. Los jóvenes resolvieron ir en busca de los guerrilleros rusos, mi hermana se fue con ellos y yo me quedé para acompañar a mis padres. Durante los meses que siguieron vivimos de las limosnas de los campesinos.
El objetivo de los partisanos rusos era dinamitar las vía del tren que transportaban municiones a los alemanes. Estos guerrilleros a menudo salían a los pueblos en busca de comida y municiones y, como eran antisemitas como muchos polacos, si tropezaban con partisanos judíos los mataban. Así fue como asesinaron a un grupo de jóvenes del campamento donde estaba mi hermana y luego vinieron por nosotros.
Pero siempre hay milagros. Un joven y yo fuimos a pedir comida a un pueblo y la dueña de una de las casas nos dijo que los guerrilleros rusos estaban en el pueblo y que nos matarían si nos veían. Así volvimos junto a nuestras familias y conseguimos, una vez más, escapar de la muerte.
Pasamos una semana en el bosque sin comida. Llovía constantemente y cuando hacía un poco de sol nos quitábamos la ropa para exprimirla. Pasados los días mi papá fue al otro campamento y estaban todos vivos así que nos refugiamos allí.
Un día llegaron diez jóvenes de nuestra ciudad para llevarnos a un campamento organizado. Después de que nos dejaron allí, los muchachos siguieron a su cam- pamento y fueron atacados por guerrilleros polacos y los diez jóvenes murieron.
Un día los alemanes rodearon el bosque y entraron de sorpresa con tanques y cañones bombar- deando y disparando desde todos lados. Ya nosotros habíamos resuelto escapar así que huimos; mi mamá sufría de pulmonía, estaba con 40 grados de fiebre y una tos terrible. El médico nos recomendó que la dejáramos, pero nos negamos y la cargamos en hombros, pero al tratar de escapar no podíamos pasar un puente de árbol con mi mamá cargada. Tomamos la única opción que teníamos y nos metimos en un pantano. Milagrosamente, apenas metimos a mamá en el agua se le pasó la fiebre. Allí pasamos una semana parados día y noche, no teníamos qué comer y sólo podíamos tomar el agua sucia del pantano, pero nadie se enfermó. Los alemanes no podían imaginar que estábamos en ese lugar. Cuando las cosas se calmaron salimos, muchos partisanos habían muerto, pero nosotros nos habíamos salvado.
Con el tiempo nos llevaron a otra unidad: ahí yo era combatiente y tenía mi propio fusil. Como era una unidad de combate, no faltaba la comida, allí reviví.
FAMILIA MILAGROSA
En junio de 1944 por fin llegó el ejército ruso y liberó la zona. Al regresar a nuestra ciudad había muy pocos sobrevivientes, éramos alrededor de treinta judíos de los 10 mil que había antes de la guerra. Mis padres, mi hermana y yo habíamos logrado sobrevivir juntos a todas estas calamidades y éramos la única familia que estaba completa.
Pero la suerte no duró para siempre: mi papá tuvo un accidente, pues en diciembre de 1944 se volcó el camión donde el estaba. Era la época más dura del combate y los hospitales estaban repletos de soldados, así que no lo querían recibir. Lo llevaron y lo dejaron en un pasillo de un hospital de Minsk; él habló allí con una enfermera asegurándole que su familia iría a buscarlo y que, aunque muriera, no lo enterraran enseguida. Cuando llegamos había muerto; nos lo llevamos para enterrarlo en Stolpce. Lamentablemente toda esa zona fue arrasada y no queda ni rastro de la tumba de papá.
Nos fuimos a Varsovia, pero toda la familia de mi papá que vivía allí fue aniquilada. Mi mamá, mi hermana y yo nos anotamos en listas para ir a Palestina, pero nos llegaron papeles de un tío que estaba en Venezuela y mi mamá dijo que nos fuéramos a Caracas, y así lo hicimos.
Al llegar al país, al poco tiempo conocí a mi esposo Adam Slimak, yo seguí pensando en ir a Israel, pero luego cuando nacieron mis hijos Daniel , Roberto y Shirley, supe que nunca nos iríamos.
Pero fue la calurosa acogida de los venezolanos, después de haber pasado tantas penurias en Europa lo que hizo que nos quedáramos. Y aunque nunca cumplí con mi promesa de ir, nunca dejé de pensar, colaborar y trabajar por Israel. Espero que nuestra juventud apoye a Israel, porque sólo una patria fuerte y segura es la garantía de que los jóvenes de hoy nunca tendrán otro Holocausto.