Una muchacha de Chrzarnòw, Polonia, a fuerza de empecinamiento, logró salvarse ella y su esposo de las garras de la muerte. Su gran frustración fue que sus padres se cansaron a mitad del camino y no lograron sobrevivir. A los 85 años, sigue demostrando el mismo tesón por vivir que convencía a los nazis y que le decían, al final, «tienes la suerte del cochino».
Hacía frío, mucho frío en aquella región de Polonia, en el año 1941. La carreta que conducía aquel polaco que de vez en cuando se volteaba y los miraba de soslayo, con aquella sonrisa que sólo los grandes estafadores son capaces de esbozar, había ido más allá de lo que eran las expectativas de aquel grupo de judíos que habían decidido mudarse de Cracovia, adonde habían ido a parar tras la invasión alemana, a su pueblo, Chrzanòw, más cercano a la frontera eslovaca.
Guiados por el sentido común, Sammy Kuhnrech y su hija Sofía, de diecinueve años, prácticamente decidieron lanzarse de la carreta para echar a correr cuesta abajo. Habían caído en la trampa de un inescrupuloso campesino polaco, quien les había cobrado dinero para llevarlos hasta el pueblo, y a cambio de ello los estaba conduciendo directamente a una patrulla alemana, que les «compraba» aquellos judíos incautos que intentaban regresar.
Los alemanes, una vez apercibidos por el campesino de la presencia de estos «criminales» comenzaron a dispararles y, aunque las balas matan y asustan, Sofía, en plena carrera hacia un escondite seguro, sólo podía pensar en una cosa: si la ponían a decidir quién tendría la culpa si cae muerta, no dudaría jamás en escoger al que, desde la colina, se reía de su suerte mientras tintineaba las monedas que se había ganado comerciando con la muerte.
UNA JUPÁ EN MEDIO DEL MIEDO
Naturales de Chrzanòw, a 43 kilómetros al oeste de Cracovia, los Kuhnrech eran curtidores de pieles y fabricaban zapatos. Ello les permitía tener una vida más holgada que el resto del pueblo, donde habitaban unos 12 mil judíos, lo que representaba la mitad de la población.
Para el momento en que los alemanes comienzaron a invadir Polonia, en Chrzanòw vivía Sofía con sus padres, mientras que la hermana mayor, Bronia, se había ido a Cracovia con su esposo y su hija. La vida de Sofía estaba acompañada del joven veinteañero José Landau, a quien conoció en las actividades de Macabi, a la edad de catorce.
A los diecisiete años, Sofía se graduó de contabilista y se mudó a Cracovia, donde su cuñado José Hamersfeld tenía una fábrica de zapatos. «Estar en Cracovia nos daba cierta seguridad, porque uno pensaba que estando cerca de la frontera con Rusia, uno podía escapar fácilmente… ¡cuán equivocados estábamos!», dice Sofía, quien se quedó sola en aquella ciudad cuando los nazis iniciaron la invasión de Polonia y su hermana, cuñado y sobrina se refugiaron en la Unión Soviética para ponerse a resguardo.
Como pudo, Sofía hizo que sus padres se fueran a Cracovia, pero una vez que se dieron cuenta de que aquello era inútil, con ayuda de su novio y de un primo, decidieron regresar a Chrzanòw, en la carreta de un polaco «amigo».
Una de las razones por las cuales ellos decidieron volver al pueblo fue el hecho de que José, el novio de Sofía, había construido un búnker en su casa hacía unos años, lo que les permitiría esconderse en caso de ser necesario. Para no levantar sospechas, Sofía y su padre se arriesgaron a volver solos, y dejaron atrás a Rosa, la madre, a quien buscarían luego.
Al llegar a Chrzanòw, un alemán de nombre Franz Griegel, amigo de Sofía, le prometió a esta ir por su madre de vuelta a Cracovia, y así pasó, lo que significó para aquella joven que no importan las leyes y los decretos que imponga ningún Estado, pues la diferencia siempre la va a poner la conciencia individual para acatar o no una orden que se considere injusta, tal como lo demostraba este hombre de buen corazón.
Al estar incrustado en pleno corazón del Generalgouvernement -el territorio polaco que se estaba incorporando al Reich- Chrzanòw pasó a gemanizarse con el nombre de Krenau, y allí en 1941, se estableció un gueto, entre cuyos muros, entre cuyos miedos, Sofía, de veintiuno, y José, de veintisiete, decidieron casarse. La copa rota a los pies de José ya no rememoraba la caída del Templo de Jerusalén, sino el mundo judío polaco que se caía y moría de mengua en las calles de los guetos esparcidos por todas partes, y cuyo signo más evidente era una camioneta negra que puntualmente recogía a los condenados para llevarlos al pueblo de la madre de Sofía, Oswiecim o Auschwitz, como le decían los nazis, convertido ya en un complejo industrial de la muerte.
En el libro Sobrevivientes, de Samuel Akinín, José Landau, hoy lamentablemente fallecido, contó que él trabajaba en las cercanías de Auschwitz y que cuando volvía a su casa en Chrzanòw sentía un aire espeso a su alrededor: «El olor que se comienza a sentir a varios kilómetros de distancia es repugnante, es olor a carne quemada… No me cabe la mejor duda de que a los judíos los están quemando en ese maldito campo; creo que es final que nos tienen asignado», siempre le decía a Sofía al a vuelta del trabajo, quien confirmó las sospechas de José cuando los mismos vecinos polacos les comenzaron a develar los planes nazis de acabar con todos.
La confirmación de que lo estaba pasando era grave para todos fue cuando los alemanes colgaron a siete judíos -entre ellos a un padre y a un niño acusados de hornear pan en sus casas- en la plaza. A un grupo de personas, entre ellos Sofía, les había quitado los documentos oficiales -no tenerlos equivalía a una condena a muerte- y para devolvérselos debían presenciar la ejecución.
Pasaron horas antes de recuperar los salvoconductos y los pasaportes, y los alemanes se los dieron debajo de los cuerpos aún calientes de los ahorcados. Quien demostrara algún sentimiento era detenido. Fue una prueba dura para quienes pensaban en salvarse.
La PARTIDA
«Alle Jüden raus! Alle Jüden raus!», gritaban los soldados alemanes de puerta en puerta por las calles del gueto de Krenau. Era el 31 de mayo de 1942 y en varias ocasiones había habido peligro de muerte en el gueto, del cual se habían escapado utilizando el búnker construido en la casa de los Landau. Pero esta vez sonaba que ya era imposible escapar, así que Sofía y sus padres fueron a la plaza donde usualmente su padre curtía cueros, y que ahora era el lugar de concentración que utilizaban los alemanes para reunir a los judíos.
Tras la selección, Sofía se dio cuenta de que a sus padres los habían puesto entre los ancianos, los niños y los enfermos, lo que le indicó que los iban a matar. Por el ímpetu de sus veinte años, decidió ir a hablar con los alemanes para que los soltaran, pero ello le valió que la metieran en el grupo de los «desechables».
Los metieron en una escuela, mientras esperaban los transportes para Auschwitz, y cuando estaba allí, un oficial alemán se dio cuenta de su presencia. Ella le contó que ella había ido a despedirse de sus padres, y que los guardias no la habían dejado salir.
Cuando el alemán se enteró por la Gestapo de que ella le había mentido la mandó buscar, con la amenaza de que si no volvía, mataría inmediatamente a sus padres. Con una carta del alemán para el que trabajaba José, los Landau se presentaron ante el oficial y tras su lectura se volvió hacia ellos y les dijo: «Saben algo, hoy es un día de gran suerte, tienen “Schweinen glück” -la suerte del cochino-».
Sea verdad o mentira, aquella frase acompañó de ahí en adelante, pues ese mismo día, y de manera casi inexplicable para la época -por una gestión del jefe del Judenrat local con el jefe de la Gestapo-, a los padres de Sofía los bajaron del transporte que los conducía a las chimeneas de Auschwitz, a última hora y en medio de una lluvia pertinaz.
Unos meses después, hubo otra selección, esta vez para llevarse a los mayores de treinta años. Sofía les recomendó a sus padres tener paciencia hasta el final. Cuando les tocó el turno, a las cinco de la tarde, los alemanes estaban cansados, y cuando los vieron les dijeron: «Tienen la suerte del cochino», y ellos lo oyeron como si el insulto fuera una bendición.
Finalmente, llegó la liquidación del gueto de Krenau, el 19 de febrero de 1942. Por una prima se enteraron de los planes, y los Landau y los suegros se ocultaron en el búnker de la casa. Tras pasar inadvertidos por los alemanes y esperar que todo se calmara, como pudo Sofía se fue a casa de uno de los Judenrat para solicitarle ayuda. Ella sabía que a los miembros del consejo, junto a sus familias, la Gestapo les daba ciertos privilegios. El hombre, tras pasar el susto de ver resurgir familias de entre las ruinas, les dijo que él tenía que enviar la comida destinada inicialmente a Krenau a otros guetos, y que los ocultaría en uno de los tres camiones.
Lograron ocultarse allí, así como otras familias -entre ellas la del rabino del pueblo- en los otros camiones. Sólo ellos llegaron a un gueto, pues los alemanes descubrieron a los otros. La suerte del cochino seguía estando con ellos.
LA FAMILIA DE AUSCHWITZ
Sofía y su gente se vieron de pronto en el gueto de Sosnowiec, donde estaba la familia de su madre Rosa, deportados allí desde Auschwitz, su pueblo natal. Allí había peligro para todos, porque los alemanes andaban buscando fugitivos de otras regiones que se hubieran podido colar en el gueto. Si los descubrían, los mataban a todos.
Un día hubo una redada y no le quedó más remedio que entregarse a los milicianos judíos, quienes la llevaron delante de su jefe, llamado el Leiter Merin, uno de los cinco del Judenrat de Krenau, el mismo que había liberado a sus padres de la camioneta negra. De él lograron el «beneficio» de que a José lo mandaran a un campo de trabajo, y a ella la enviaran de vuelta a su casa, no sin antes arrancarle la promesa de que la enviarían junto a su esposo en la primera oportunidad que tuviera. En ese gueto también estaban las familias de los cinco miembros del Judenrat de Krenau:
Gente común y corriente forzada a colaborar con los nazis, que pronto también conocieron el destino del resto del pueblo judío. Las razzias eran continuas y cada día el gueto de Sosnowiec quedaba más solo. Sofía logró zafarse de la muerte por pura intuición, hasta que un día, Merin le anunció que iría a conformar una cuadrilla de veinte personas para ir al campo donde estaba internado José.
El día que partió de Sosnowiec rumbo al campo de Marschstadt, para reunirse con su marido, Sofía vio por última vez a sus padres: cansados ya de huir, los padres decidieron quedarse con la idea de que allí había más oportunidad para ellos de salvarse. Para convencerla de dejarlos allí, el padre de ella le dijo que su lugar estaba al lado de su marido, pero Sofía insistía, insistía, insistía… hasta que la venció la imposibilidad de sacar a su padre de su determinación.
UNA CAJA DE JABÓN PARA EL REENCUENTRO
El campo de concentración de Marschstadt tenía unos 3.500 hombres y unas 160 mujeres, casi todas dedicadas a la cocina. Por su experiencia laboral, Sofía fue destinada a trabajar en la oficina de administración, lo que le permitía tener una mejor ración de alimentos en aquel campo de trabajo forzado, lo que permitía que ella y su esposo pudieran alimentarse mejor para enfrentar el trabajo extenuante.
«Las condiciones eran duras. A las cuatro nos despertaban, salíamos a las 7 de la mañana a trabajar y no regresábamos sino hasta las 7 de la noche. En aquel entonces, nos acostábamos sin saber si nos íbamos a levantar al día siguiente, si en vez de ir al trabajo nos iban a llevar a las cámaras o si uno iba a regresar».
Luego, en abril de 1944, llegó la Gestapo e hicieron una selección. Todos sabían que el frente ruso estaba avanzando y que los alemanes, en su retirada, estaban desmantelando los campos y matando a todos los judíos. Ese día, Sofía y José, ante la inminente separación, prometieron volverse a ver aunque fuera en un caja de jabón RJF, -Rein jüdische Fätt, grasa pura judía- haciéndose eco de la creencia generalizada y de los rumores de que se aprovechaba la grasa corporal de los judíos para la manufactura de detergentes.
Se llevaron a todos los hombres al campo de Kleinbardorf, del sistema de subcampos de Groß-Rosen, para trabajar, y a las mujeres las mandaron a Peterswalde, donde la compañía alemana Krupp fabricaba bombas para Inglaterra, con la mano de obra esclava aportada por el pueblo de Israel.
«Primero se llevaron a los hombres. Nosotras estuvimos una semana llorando por todo el campo, y entonces nos montaron en vagones y nos llevaron a Peterswalde», dice Sofía, a quien poco la emocionó la liberación, sucedida el 8 de mayo de 1945. Estaba demasiado cansada, demasiado triste por sus padres, demasiado asqueada del vestido que llevaba puesto desde hacía tres años, demasiado seca de tanto llorar por el esposo -a quien consideraba muerto- y con el cual no podría reencontrarse al despertar de la pesadilla.
Pasada una semana, una mujer entró en la barraca donde aún permanecía y le gritaba: «Sofía, Sofía, tu esposo ha vuelto».
Montado en un bicicleta, José había venido pedaleando desde Kleinbardorf hasta Peterswalde para reunirse con ella.
UN NUEVO HORIZONTE
Tras pasar unas semanas en Waldburg, Alemania, decidieron volver a Chrzarnòw. «No encontramos nada», dice, y se tuvo que conformar con vivir arrimada en un cuarto que un primo caritativo le dio en su casa, por lo que la estrechez los impulsó a irse a Bélgica, donde al cabo de un tiempo, les nacieron los hijos.
Un hermano y una hermana de José estaban en Venezuela, y éste se aventuró a venir. Al ver el corazón de los locales, tan diferente al de aquellos compatriotas polacos enceguecidos por el odio, o a los alemanes alienados por la ideología, José mandó buscar a Sofía y a los niños para que vinieran a Caracas.
Ningún comienzo es fácil, pero con el tiempo los Landau fundaron un abastos y luego una tienda en el centro de la capital, Casa Valencia, que funciona hasta hoy en manos de sus nietos. Sin embargo, el temple de esta mujer todavía se sigue sintiendo.
A la edad de 85 años, viuda de José quien murió relativamente hace poco, continúa trabajando en la administración del negocio, al frente de una computadora, más por seguir luchando que por otra cosa. Su recompensa: la alegría de sus dos hijos casados, sus seis nietos y sus diez bisnietos, y la seguridad de demostrarle al mundo el valor de saber regresar a la vida.