Ladislao Perlmutter Z’L

«El camino es largo, con muchos virajes del viento que nos lleva a quién sabe dónde, ¡quién sabe! Pero soy fuerte, suficientemente fuerte para llevarlo, No es una carga, es mi hermano»
B. Scott y B. Russell (autores de la canción «He ain’t heavy, he’s my brother», cantada por Neil Diamond).

La marcha de la muerte había comenzado. Ante la avanzada de los rusos hacia el campo de concentración de Auschwitz-Javorzno, donde se encontraban trabajando en calidad de esclavos, los hermanos Menáhem y Ladislao Perlmutter se vieron evacuados y obligados a marchar hacia el Oeste, a Alemania, con uniforme a rayas y zuecos de madera, a un destino incierto, día y noche y sin comer, con el único recurso a mano para sobrevivir del amor fraternal entre ellos.

Eran las 4 de la madrugada, en pleno invierno polaco y 20 grados bajo cero, y la marcha había dejado detrás una estela de muertos que había mermado a aquella masa de cinco mil personas que salieron del campo, en el momento en que sólo quedaban novecientas u ochocientas personas. ¡Quién sabe! El hambre, la fatiga, el frío y aquellos endemoniados zuecos hacían que los hermanos Perlmutter, a quienes querían obligar a halar una carreta con provisiones, pero se atrasaban y se atrasaban en la marcha, con el peligro que ello conllevaba: la muerte instantánea por parte de los soldados que iban en la retaguardia.

De pronto, un comandante les ordenó a dos de sus soldados que les trajeran café, y éstos a su vez les pidieron a los hermanos que lo trajeran… Menáhem y Ladislao se vieron solos, en medio de la neblina… Sin advertirlo siquiera, no estaban a la vista de sus captores y cuando se percataron del hecho, una voz salida del fondo del estómago, su propia voz, les dijo: «corre, corre». Echaron a correr por aquellos parajes desconocidos y oscuros, pero más seguros que aquella fila de hombres que se enfilaban a la muerte segura en otro campo. Junto a ellos, cuatro hombres más se unieron a la huida, y con éstos, las balas rasantes de los soldados alemanes que los perseguían.

De un lado y otros, caían muertos los otros fugitivos. Al final, sólo quedaban los Perlmutter y otro muchacho que corría con ellos. Una última bala segó la vida de este último, y sólo dos los hermanos quedaron vagando en un país extraño, en un lugar donde únicamente la incertidumbre era la única certeza.

LAS BICICLETAS DEL RECUERDO

Kosice, al este de Eslovaquia, fue el lugar de nacimiento de Ladislao Perlmutter, en 1925, donde la familia formaba parte de una comunidad judía de aproximadamente 12 mil personas. Los Perlmutter pertenecían a la clase media acomodada, pues su padre era contador público.

De piel blanca y ojos claros, tanto Ladislao como Menáhem pasaban fácilmente por alemanes, pueblo al que admiraban por su cultura, y porque Martín, el padre de ellos, había servido en el ejército austríaco durante la I Guerra Mundial, de la que obtuvo una herida y el orgullo de servir a la civilización occidental. En casa, el húngaro era el idioma que servía de medio de comunicación, aunque también hablaban otras lenguas como el eslovaco y el alemán, estudiaban inglés, pero jamás el utilizaron el yídish con los niños.

«Nosotros vivíamos una vida privilegiada. Recuerdo que éramos unos de los pocos chicos judíos que tenían bicicletas, que para la época era todo un lujo»

dice Ladislao con un dejo de nostalgia por aquellos tiempos en los que no se sospechaba siquiera de la posibilidad del fin de aquella vida.

A pesar del númerus clausus, Ladislao logró entrar en el bachillerato, y allí logró hacer muchos amigos cristianos, sobre todo los de su equipo de fútbol, quienes le sugirieron utilizar un nombre húngaro para poder integrarse mejor a la oncena. Pero en 1943, las leyes antisemitas aprobadas motu proprio por parte del gobierno pronazi de Eslovaquia lo excluyeron del equipo de fútbol, y mientras sus compañeros de clases recibían clases de doctrina nacionalsocialista, él y los otros judíos que estudiaban en el liceo tenían que limpiar las instalaciones.

Recuerda Ladislao que los profesores húngaros eran de tendencia nazi y a los judíos les ponían malas calificaciones a propósito. Según un relato de Menáhem, estos mismos profesores entraban en clase y decían: «Todos los Szlesinger (apellido común entre los judíos) que se levanten y digan cuánto guefilte fish comieron hoy». Ladislao recuerda que algunos de sus compañeros gentiles sentían compasión por los chicos judíos y que cuando volvió, después de la guerra, muchos de ellos le expresaron arrepentimiento por lo que hicieron o dejaron de hacer.

LOS LADRILLOS DEL GUETO

El peso de las políticas nazis llegó a Kosice cuando a todos los judíos de la ciudad los obligaron a vivir en un sector de la ciudad a manera de gueto. Pocos meses después, en abril de 1944, a todos los judíos los llevaron a vivir a una fábrica de ladrillos, consistente en barracas donde no había ventanas ni muebles, por lo que debían dormir en el suelo.

Durante la estada en esta fábrica de ladrillos, donde los judíos de esta región de Eslovaquia comenzaban a rememorar el horror de los esclavos de los faraones de Egipto que hacían adobes para construir las pirámides de la opresión, Ladislao se prestó de voluntario, junto a un grupo de otros muchachos, para trabajar en la limpieza de los hospitales en la zona.

A las pocas semanas de estar en aquellas barracas que se usaban originalmente para secar los ladrillos, la familia fue enviada vía tren a Auschwitz-Javorzno, donde los hermanos sufrieron el primer impacto de la separación: la madre quedó de un lado y los dos muchachos y el padre del otro.

«Yo en ese momento lamenté tanto no haber tenido una hermana, para que le hiciera compañía a mi madre», dice Ladislao mientras los ojos reflejan el mismo brillo de dolor que debió de haberles lanzado Catalina Perlmutter a sus hijos desde el otro lado de la rampa.

Ese mismo dolor se sentiría pronto, de este lado de la rampa, cuando a Martín lo separaron de Ladislao y a su hermano, quien se salvó de esa selección, a pesar de sus dieciséis años, cuando una mentira redentora los convirtió prácticamente en gemelos, pues ambos declararon tener diecinueve años, lo que los alemanes creyeron o fingieron creer por el metro 90 de altura del más joven de la familia.

En sus memorias, publicadas en Israel en una antología de testimonios del Holocausto, Menáhem escribió: «Desde este día yo siempre digo que nací en 1925 y no en 1928, pues nunca quiero olvidar que gracias a esto he vivido hasta hoy». En apenas dos horas de haber llegado a Javorzno, Ladislao se transformó: uniformes de rayas, rapado, tatuajes en el brazo y la negación de toda condición humana. «¿Tú sabes lo que significa que en dos horas uno no pueda siquiera reconocer a la propia familia?»

EL HOMBRO DEL HERMANO

La estrategia que encontró Ladislao para sobrevivir al trabajo forzado, a la ración diaria del agua sucia que les daban por sopa, a la sensación de que cada bocanada de aire que tomaba era algo que le «robaba» a sus captores, fue apoyarse en el amor fraternal que lo unía a Menáhem, el niño de cuerpo grande que sufría con él el trabajo en el campo de concentración.

Durante los nueve meses que estuvieron en el campo, los hermanos se hicieron fuertes en sus lazos fraternales al mismo tiempo en que sus cuerpos comenzaban a en- flaquecerse en extremo. En las noches, ellos se calentaban mutuamente. Trataban de no pensar mucho en lo que les estaba pasando para no perder la esperanza: el trabajo en una mina de carbón, donde estaba Menáhem, mientras Ladislao laboraba en la construcción de una planta eléctrica, ayudaba a no recordar la mesa familiar en Kosice. Sólo pensaban en el momento: el aquí y ahora pasó a ser su única forma de vida.

Así, cuando iban en la marcha de la muerte, camino a Alemania, después de que se ordenara la evacuación de algunas de los bloques de Javorzno, aquel grito de «corre, corre» de una voz que no se sabe a ciencia cierta de quién era, si de Menáhem o de Ladislao, los impulsó en la huida por una ciudad que estos «locos» ansiosos de libertad desconocían.

En un momento determinado, Menáhem se desmayó y Ladislao, extenuado como estaba, se echó al muchacho al hombro y así continuó la carrera, y como en la canción «No es una carga, es mi hermano», uno puede imaginar que la angustia por vivir aligeraba el cuerpo de 1,90 de Menáhem en peso muerto sobre los hombros de Ladislao, hasta que aquel volvió en sí.

«Subimos por un edificio donde había luz. Allí estaban un sargento y un bombero alemán, y en el miedo, nos metimos en
40 otra casa donde había pan sobre una mesa. Nos metimos, nos quitamos los zapatos, y nos hartamos de aquella delicia»

Los hermanos cerraron la puerta y aprovecharon las mantas y la chimenea para calentarse, hasta que un piloto alemán los sacó de aquella casa, al amanecer, y tras pegarles y obligarlos a caminar casi descalzos -Menáhem había perdido uno de los zuecos- y los llevaba por las calles de la ciudad alemana hasta entregarlos a la Juventud Hitleriana, quienes tenían a otros fugitivos, a quienes la policía mataba de tres en tres en un bosque cercano.

Para Ladislao este evento tiene especial significación, porque cuando estaban en la sede policial, vino un señor y les dijo que no se preocuparan, que todo estaba en bien. «Fue el primer alemán que nos hablaba con decencia, como si nosotros fuéramos humanos».

En un momento determinado, vinieron los soldados donde estaban los hermanos, con una pala en mano para que cavaran su propia tumba, pero Menáhem se desmayó y el oficial alemán dijo: «bueno, es suficiente por hoy».

Durante unos días, Ladislao y su hermano quedaron en calidad de ayudantes en un depósito de los soldados alemanes, hasta que la presión de los rusos se hizo inaguantable para ellos y la retirada se hacía inminente, por lo que un oficial entregó sus prisioneros a la Cruz Roja para que los llevaran a un hospital.

LA LIBERTAD DEL MIEDO

Ladislao y Menáhem fueron evacuados a un hospital operado por monjas polacas. A ellos los metieron en la sala de parto, y en un momento determinado comenzaron los tiroteos de la liberación. Las religiosas les dieron comida y huyeron, mientras las balas iban destrozando lo que quedaba de las paredes de aquel hospital. Ellos sintieron que alguien caía cerca de la puerta, y cuando ellos trataron de averiguar quién era, allí estaba un SS muerto, en una posición tal que delataba sus intenciones de entrar en aquella sala, donde irremediablemente los habría matado.

Tras el avance de los rusos, los hermanos se encontraron con una ciudad vacía, y de ella tomaron comida, ropa y unas bicicletas para emprender la vuelta, que no los llevaron muy lejos, porque las condiciones del camino hacía que éstas se encabritaran. Los rusos los ayudaron a llegar a Polonia, donde un oficial les dio una bumashka – salvoconducto- y con ese papelito escrito a mano pudieron tomar un tren en Cracovia y volver a Kosice.

En la vuelta a la casa, ellos se toparon con la Brigada Checa del ejército ruso, que los habían detenido porque la apariencia de estos muchachos era muy alemana. Cuando los interrogaron, no les creyeron que fueran judíos porque al hablarles en yídish, éstos no podían responderles. Sólo el recitado de memoria de la bendición judía del pan hizo que les creyeran.

El Holocausto le costó a la familia de Ladislao el sacrificio de 52 personas. Su madre logró salvarse y fue liberada del campo de concentración de Bergen-Belsen el 15 de abril de 1945 cuando allí llegaron los ingleses. Empero allí mismo murió debido a las malas condiciones físicas en las que se encontraba. Allá está enterrada en una de las cinco fosas comunes que los ingleses hicieron, cada una con veinte mil cadáveres.

Menáhem decidió emigrar a Palestina pues, una vez reinsertado en la vida eslovaca, una vez salió con un grupo de amigos al campo y unos chicos se estaban metiendo con una chica gitana. Menáhem salió en su defensa, y sus compañeros, después de darle algunos golpes, le dijeron: «los judíos y los gitanos no son sino lo mismo». Aquello fue una bofetada para un muchacho que creía que había dejado atrás el estigma y que se sentía igual a sus amigos.

Por su parte, Ladislao comenzó a estudiar ingeniería en Praga, pero hubo un golpe de Estado en Checoslovaquia y se dio una situación de incertidumbre política, por lo que también decidió irse tras su hermano a Israel, quien se había establecido en el Néguev.
Tras diez años en Israel, un matrimonio y dos hijos, en una época en que las condiciones eran duras, Ladislao se encontró con un primo que vivía en Caracas y éste le habló de las posibilidades de una vida más fácil en Venezuela, por lo que decidió venir, de lo cual no se arrepiente.

«Tengo 47 años en Venezuela. Viví en tres continentes y como este país, ninguno», asevera, y en su balance habla de la gente con la que ha trabajado en la pastelería La Vienesa, donde estuvo veinte años hasta que fue adquirida por unos inversionistas estadounidenses, y en Poliplastic, una compañía a la que se asoció con otro judío de nombre Andrés Deutsch y que ahora gerencian sus hijos; sin embargo, para él lo más importante es la sonrisa de la gente que ha conocido aquí: muy diferente a los semblantes adustos de aquellos hombres que decidieron, de la noche a la mañana, arrancarlo de su vida en Eslovaquia y llevarlo al directamente al infierno, donde sólo su voluntad de salvar a su hermano, y viceversa, fue lo único que lo hizo llegar hasta el día de hoy.